El movimiento de los discípulos de Jesucristo no encontró una vía común de desarrollo. Se dieron dos tendencias: los judaizantes, menos abiertos, cuya cabeza era Santiago, quien tendía a reconducir el mensaje cristiano a la tradición judaica, fiel a las observancias de la Ley y las prácticas del templo, evitando contacto con los paganos e imponiendo la circuncisión. Por otra parte estaban los helenistas, cristianos de cultura griega que se reunían alrededor de personalidades como Esteban.
Para los helenistas había llegado la hora de abolir el Templo y la Ley; en Jesucristo se había manifestado la Sabiduría de Dios, el Reino había llegado y mediante el Bautismo se anticipaba la resurrección.
Este conflicto entre judaizantes y helenistas marcó el primer siglo y dio lugar a diversas tendencias dentro del cristianismo primitivo.
Con el Concilio de Jerusalén en el año 49 se hizo irreversible la escisión de dichas corrientes. Los judaizantes constituyeron una iglesia judeo-cristiana con sus prácticas y creencias marcadas por el semitismo. Los helenistas que se habían considerado desautorizados por el Concilio de Jerusalén, ampliaron su acción misionera hacia el mundo pagano y sus herederos son los encratitas del Siglo II. Además de los ideales evangélicos de castidad y pobreza, en estos ambientes echó raíces la doctrina del pecado original.
Los gnósticos constituyen la facción más extremista de los helenistas que se alejaron de la Iglesia de Jerusalén. Se tornaron críticos y rechazaron el Antiguo Testamento y adoptaron formas señaladas de sincretismo religioso que nada tenían que ver con la tradición apostólica.
En medio de todas estas posiciones extremas, aparecen las figuras de Pedro y Pablo. Compartían el entusiasmo misionero hacia los paganos y la libertad de acción frente a las presiones de otros grupos.
La tradición de Juan tuvo su cuna en Asia menor y contaba con algunas peculiaridades teológicas y litúrgicas: celebraban la Pasión del Señor el 14 de Nisán, el rito bautismal del lavado de los pies y defendían la doctrina del milenarismo por el que Jesucristo volverá para reinar sobre la tierra mil años antes del fin del mundo.
A finales del Siglo II, el papel de la Iglesia de Roma poseía ya unas connotaciones muy claras. Asumió una importancia cada vez mayor, por el prestigio que suponía ser la garante de las tradiciones de los apóstoles Pedro y Pablo.