En el curso de los siglos la Iglesia ha transmitido fielmente la enseñanza de Jesucristo, intentando llegar a una comprensión más profunda de ella, defendiéndola de las falsas interpretaciones y proclamándola en la celebración del culto. Todo esto constituye la tradición en sentido propio, en el proceso de transmisión de la Revelación sobre Cristo. Este proceso no tuvo lugar de manera uniforme. Hubo momentos muy fructíferos junto con otros de estancamiento doctrinal.
La evolución de la doctrina cristológica antes del Concilio de Nicea estuvo orientada a afirmar la doble naturaleza, humana y divina, de Jesucristo, a sostener que es verdadero hombre y verdadero Dios. Ya en el Siglo II se observa la aparición de errores doctrinales que negaban bien la divinidad de Cristo o bien su humanidad.
El ebionismo surgió en el ámbito judeo-cristiano y presenta a Cristo como un hombre, aunque ve en él a un gran profeta pero rechaza la trascendencia de su persona. En esta línea se mueve también el adopcionismo, que se desarrolló hacia finales del Siglo II. Ve en Jesús a un hombre unido a Dios, un hombre divinizado, un hijo adoptivo de Dios mediante el bautismo o la resurrección.
El docetismo niega la humanidad de Cristo; en la encarnación, el Hijo de Dios habría asumido un cuerpo aparente, un comportamiento humano, puesto que era inconcebible que Dios pudiese nacer, padecer y morir.
Ignacio de Antioquía se declaró en contra de estas desviaciones. Afirmó la realidad del nacimiento, del comportamiento humano, de la pasión, de la muerte y resurrección de Jesús. Estos acontecimientos son los que integran el plan salvífico de Dios, dando fundamento a la esperanza del hombre. Humanidad y divinidad constituyen en Cristo una unidad misteriosa. El principio que lleva a tal afirmación es soteriológico: no hay salvación si Cristo no es Dios y si no es solidario con el hombre; si se minusvalora la encarnación también se está minusvalorando la salvación.
Otra figura que fue testigo de la fe de la Iglesia antigua fue Ireneo de Lyon. Destaca la función histórica de Cristo: Era preciso que el Salvador fuese Dios ya que el hombre no puede aproximarse a Dios si Dios no se acerca a el; pero también que fuese hombre, para ejercer su misión de mediador para la salvación de los creyentes.
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